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semana santa

SEMANA SANTA, LA SEMANA DE LOS PENITENTES 

Les propongo una clave para penetrar en el alma y en las entrañas de la más folklórica Semana Santa:  es el gran momento de los penitentes: para que se entienda mejor, de los que cumplían pena canónica por haber cometido pecados severamente castigados por la iglesia. Las penas, severísimas, se contaban por días; de ahí que las indulgencias (los perdones) se contasen también por días. Y también de ahí que grandes masas de cristianos se desplazasen en largas peregrinaciones a los lugares de indulgencia, a los lugares del perdón, porque el sacrificio valía la pena, ya que con él se redimía. 

Pero tal como las peregrinaciones eran una especie de salida de emergencia en la institución de la penitencia, la SEMANA SANTA formaba parte esencial de la institución penitenciaria de la iglesia y de su ritual penitenciario y de redención de penas, con sus cuatro estaciones. niveles o estados de penitencia; porque era el momento litúrgico para que los penitentes mostrasen públicamente su arrepentimiento e implorasen el perdón de Dios y de la iglesia, de la que eran rechazados. Fueron ellos los que, inmersos ya en la penitencia, arrastraron a ella a toda la iglesia, que para purgar una vez al año y de oficio los pecados de omisión (que los de acción ya se castigaban explícitamente) instituyó la Cuaresma como prolongación de la Semana Santa. 

En clave penitencial, que podríamos llamar también penitenciaria sin torcer ni un ápice el sentido de la historia, hemos de interpretar muchas de las manifestaciones de sacrificio y de dura penitencia que presenta la Semana Santo a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo. La SEMANA SANTA se hizo para la penitencia y se la apropiaron en cierta manera los penitentes. Es en muchos pueblos una estremecedora manifestación de penitencia nacida de una antigua obligación. Los penitentes estaban obligados a hacer pública ostentación de su arrepentimiento. Martyrium poenitentiae llamaban ya en el siglo V a la penitencia pública, porque era en efecto el testimonio público (que eso significa en griego marturion (martúrion)) del arrepentimiento, al que se le reconocía valor en el cielo y en el código canónico. 

Es esencial resaltar el carácter paralitúrgico de estas manifestaciones de pública penitencia, que tiene como primera connotación el hecho de que no se desarrollen en la iglesia, sino en la calle; que no haya en ellas ni sombra de la iglesia “oficial” y litúrgica; que no tengan lugar en ellas ni las oraciones de la iglesia, ni sus cantos, ni sus bendiciones siquiera. Eso es así porque los penitentes eran proscritos: nada menos que en el siglo IV tenemos en Fabiola, luego santa por la vida edificante que llevó, el primer prototipo de la penitente. Vestía de saco para dar público testimonio de su error, el día antes de Pascua (aún no se había instituido la Semana Santa), en la basílica de Letrán, estaba en el lugar de los penitentes con el vestido andrajoso, la cabeza desnuda, la boca cerrada. No entró en la iglesia del Señor, sino que ahí estaba separada, para que aquella a la que el sacerdote había expulsado, ese mismo la llamara de nuevo… Murió Fabiola hacia el año 400. No estaba instituida la SEMANA SANTA, pero ahí estaban ya los penitentes, fuera del templo, multiplicando las penitencias públicas que darían lugar a singulares procesiones penitenciales.   

LA SEMANA DE LOS PROSCRITOS 

La iglesia siempre ha tenido problemas con las celebraciones paralitúrgicas de la Semana Santa. En la medida en que le ha sido posible ha luchado contra ellas, porque son expresión de una religiosidad totalmente descarriada, con no pocos caracteres paganizantes; pero probablemente la razón más poderosa de esa oposición haya sido la dura competencia que estas celebraciones le han hecho a la liturgia oficial de la iglesia, de una gran densidad de contenido (en ningún otro tiempo litúrgico se da tal abundancia de lecturas, de salmos, de antífonas, de oraciones) y que tienen en su larga duración un cierto carácter penitencial

Pero no es tanto la detracción de fieles a los ritos oficiales, como la desviación de la religiosidad de éstos hacia formas espontáneas que escapan al control de la iglesia y caen fácilmente en la heterodoxia y la superstición, lo que preocupa a la jerarquía eclesiástica. El hecho cierto es que allí donde la calle ofrece liturgias paralelas, éstas despiertan en los fieles un entusiasmo y un fervor con el que nunca ha contado la liturgia oficial. 

¿Qué tiene de especial la SEMANA SANTA de la calle para tirar mucho más fuerte que la de la iglesia? Tiene en primer lugar que es la expulsada de la iglesia, aquella a la que no se deja pasar más allá del atrio, la de los pecadores y proscritos, la de los penitentes. Obsérvese que en la liturgia oficial no hay ningún rito de penitencia ni tan siquiera simbólico, porque los pecadores habían sido separados de la comunidad para no contaminarla, y no podían traspasar más allá del atrio de la iglesia, desde el que oían las lecturas y los sermones, teniendo que retirarse después de esta parte de la misa. 

Y precisamente por eso, porque eran pecadores confesos y convictos, estaban obligados a pública penitencia. Los “penitenciales” eran los libros en que se detallaban las penas (penitencias en lenguaje eclesiástico) que se debían imponer por cada pecado, el modo de cumplirlas y los ritos de reintegración a la comunidad de la iglesia. Añadido a la penitencia propiamente dicha estaba

El oprobio de la exhibición pública de la condición de pecador. El penitente debía recorrer cuatro estaciones o estados de penitencia que le conducían al perdón. La duración de cada una de ellas venía determinada en la misma penitencia. La primera estación era el llanto: el penitente debía estar de pie en la puerta de la iglesia, a imagen y semejanza de los mendigos, suplicando a los fieles que entraban en misa que rogasen por él, porque al pecador le estaba prohibida la oración. Por eso, cuando luego hagan procesiones, no habrá en ellas oraciones. La siguiente estación es la audición de la Palabra desde el pórtico. La siguiente, es la entrada en la iglesia pero desde el nivel más bajo o sumisión. En efecto, antes de empezar la misa propiamente dicha, tenía que salir con los catecúmenos. La cuarta estación es la congregación, es decir la admisión con los demás fieles. Y como culminación de todo el proceso, al ser admitido el penitente a la comunión, quedaba definitivamente libre de la culpa y de la pena. Pues bien, para estos tales la SEMANA SANTA era el momento culminante y solemne de la penitencia, de su exhibición pública y de su salto de una estación a otra, hasta llegar al perdón, llamado también indulgencia.

 

DEL PODER TEMPORAL AL PODER ESPIRITUAL 

La contemplación de los estados islámicos (Irán es un ejemplo, y Afganistán ha sido otro hasta hace poco) nos da una idea aproximada de lo que fueron los reinos cristianos mientras estuvieron sometidos a la suprema autoridad civil del papa, cuyo poder alcanzaba hasta poner y deponer reyes. Desde el momento en que el poder temporal estaba por debajo del poder espiritual y sometido por tanto a él, era obvio que la iglesia dirigía las conductas no sólo en el ámbito de la conciencia, sino también en los de la política, el derecho y demás relaciones humanas. 

Pensemos por otra parte en el gran número de estados y territorios autónomos que gobernaba directamente la iglesia a través de sus príncipes, empezando por el papa y continuando por los abades y obispos. Los estados pontificios (de los que el Estado Vaticano es la última brizna), los principados, condados, etc. en los que tenían jurisdicción exclusiva los abades y obispos por ser territorios de la respectiva corona, funcionaban como estados soberanos en los que no había más justicia que la del propio príncipe que, al ser eclesiástico, era la justicia de la iglesia, la canónica. Y con ser una justicia cruel y severa, pues se ajustaba a los parámetros de la época, aventajaba en mucho a la de territorios en que gobernaban príncipes laicos, que al tener un poder tan absoluto, caían fácilmente en la tiranía. 

Hay que recordar por otra parte que los monasterios se erigieron como modelo de sociedad dirigente caracterizada por la comunidad de bienes, al servicio de la cual instituyeron el celibato. Los nobles (los segundones) que aportaban sus bienes al monasterio constituían el clero; y los que aportaban su trabajo eran los legos. Pues bien, mantener la disciplina en los monasterios, muy poblados algunos de ellos, no era tarea fácil. Hubo que inventar las disciplinas para mantener la disciplina, y hubo que dotar de cárcel a cada monasterio. Así de duras eran las cosas. 

Pues bien, es el estilo de la primitiva administración de justicia de la iglesia (a un tiempo civil y eclesiástica) el que se aplica a los monasterios; y es el modelo monástico el que se aplica a la sociedad civil 

ENTRE LA CARIDAD Y EL AMOR

No ha sido nada fácil construir el amor en general, ni tampoco el amor cristiano en particular, que en otro tiempo se llamó caridad; pero la palabra se empobreció. 

El cristianismo vino a infundirle alma a un mundo que, incapaz de mantener (manu tenere = tener de la mano) a la enorme masa de esclavos que había producido, los manumitió (manu-mittere = soltar de la mano); pero no para darles la libertad, sino para arrojarlos a la más abyecta miseria. Dio carta de naturaleza a la mendicidad (a la fuerza ahorcan) y movió el corazón de los cristianos, tanto de los que tenían como de los que no tenían, a la limosna, a la caridad. Nacieron los pordioseros (los que pedían por-Dios, por el amor de Dios). Fue un parche necesario, el único posible. Y la expresión más genuina de la caridad fue la limosna (elehmosunh / eleemosýne, del verbo eleew / eleéo, que significa compadecerse, tener misericordia. Es decir que la piedad, la compasión, la solidaridad con el necesitado eran la causa, y la limosna el efecto. Pero tan buena obra, con el paso del tiempo se quedó sin alma. Se daba sin caridad, sin el amor a Dios que reclamaba el pordiosero, y el amor al prójimo que predicaba la Iglesia. La palabra quedó hueca, y la obra también.  

De la misma manera que la fe sin las obras está muerta, también están muertas las obras sin fe. Es lo que le pasó a la limosna sin la caridad. Sobre todo desde que ésta se ejerce oficialmente a través de los impuestos; desde el momento en que son los políticos los que ejercen la caridad con nuestro dinero, los que dan limosna a los menesterosos, es imposible que esa caridad tenga alma, y más imposible aún que la mueva el amor al prójimo. La decadencia de la caridad empezó cuando la gran Organización No Gubernamental que era la Iglesia, pedía limosna por los que no eran capaces de pedirla. Al principio de todo, cuando los pobres y la Iglesia eran una misma cosa, cuando fueron creados los diáconos, los servidores de los pobres, la caridad lo iluminó todo con su esplendor, porque la donación y el amor eran inseparables. Pero luego, al institucionalizarse la caridad primero en la Iglesia y luego también en las administraciones civiles, quedó la donación y desapareció el amor, aunque siguió llamándose caridad. Este fue el nombre latino (Cáritas) que se dio la gran organización de la Iglesia española para distribuir la ayuda nortemericana enviada a España para aliviar el hambre que siguió a la guerra civil. La caridad (porque si se llamaba cáritas es porque su objetivo era la caridad) de los americanos llegó a los famélicos españoles. La intermediación hizo la caridad muy eficaz, pero la vació de amor. El progreso de la justicia distributiva hizo cada vez más incómoda y más insultante la caridad. Bien estuvo ésta mientras no hubo alternativa. Pero desde que la alternativa exigible de la caridad es la justicia, la primera resulta ofensiva. Nadie admite por caridad lo que se le debe en justicia. En este sentido hemos de felicitarnos del retroceso de la caridad como forma de ayudar materialmente a los demás; ésta no puede ser el sucedáneo de la justicia. Pero tampoco sería bueno que la arrinconásemos como una antigualla. Hemos superado en buena parte las condiciones que hacen necesaria la limosna; pero la caridad no puede estar sólo en la limosna. Si hay que darla, unas palabras de aliento o de interés o de solidaridad ayudan muchísimo, acercan al necesitado, reducen o eliminan la humillación de estar tan abajo; la caridad percibida como acto de solidaridad, es más tolerable. Es una bendición. Y es mucha, muchísima la caridad que necesitamos todos.

DE CARA A LA SEMANA SANTA

Para penetrar en el sentido de la Semana Santa, no hay como los textos litúrgicos. Son una revelación: nos descubren todo un mundo.

Seguimos en nuestro empeño de cada día por averiguar cuál es el sentido de las cosas que forman parte de nuestra vida y de nuestros intereses, para tratar de ver en qué dirección nos llevan. Por usar terminología actual, lo que hacemos es algo así como escanear las cosas mediante los nombres que les damos. Vale la pena, porque a menudo se nos desenfocan las imágenes hasta tal punto que no hay manera de reconocer lo que realmente son.

Algo así ocurre con la Semana Santa. Los referentes culturales y religiosos que le dan sentido están tan emborronados, que cuesta ya explicarles a las nuevas generaciones cuál es el espíritu que mueve estos días las manifestaciones de piedad o de cualquier otro nombre que quieran darle los sociólogos. Por eso, para que quien busque en la red referentes y explicaciones inteligibles, pueda hallarlos en las páginas de EL ALMANAQUE, hemos decidido añadir a la información sobre las variadísimas formas de celebrar la Semana Santa en distintas latitudes, los fundamentos religiosos y litúrgicos de las mismas. Es nuestra intención pues, además de seguir explorando el léxico que tiene que ver con los usos y los valores de la Semana Santa, ofrecer los elementos básicos de su liturgia; y dentro de ésta, los textos de las piezas de música sacra que se escuchan especialmente en esta época, y que se han convertido en clásicos indiscutibles.

Estamos seguros de que más de uno agradecerá encontrar en estas páginas el texto íntegro del Stabat Mater, del Vexilla Regis, de los cánticos del Domingo de Ramos (Hosanna Filio David, Pueri Hebraeorum, Gloria laus…); los textos de la Lamentaciones de Jeremías, del Oficio de Tinieblas; el florido Christus factus est, las bellísimas canciones eucarísticas del Jueves Santo (Mandatum novum, In hoc cognoscent omnes, Ubi cáritas et amor…), el Pópule meus del Viernes Santo, el Crucem tuam, el bellísimo Crux fidelis, la Oratio fidelium, también del Viernes Santo; el Exsultet del Sábado Santo, que precede a la Bendición del Fuego; la Bendición del Agua con sus Letanías; y el festivo Haec dies del Domingo de Resurrección, junto con el Víctimae paschali laudes.

Nos ponemos, pues, a la tarea. Pretendemos que ya sea que escuche uno la música gregoriana propia de este tiempo, o las composiciones polifónicas del barroco, tenga la oportunidad de encontrar aquí los textos con la respectiva traducción. Por la plasticidad que tienen las partituras gregorianas, y por la utilidad que puede tener el contar con la notación musical, muchas de estas piezas las presentaremos directamente escaneadas del Missale Romanum o del Liber Usualis. Procuraremos asimismo ofrecer el texto en español por lo menos de una de las cuatro Pasiones que se leen en los oficios de Semana Santa.  




 



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